Ulisea | Cuento
Abrí los ojos en la vasta oscuridad. Recuperé la conciencia, por fortuna sin exaltación, debido a un ligero vértigo y a una corriente de aire fresco que estremeció mi cuerpo. Me incorporé en mis sentidos gradualmente mientras analizaba el panorama: reposaba con vista al frente en un barranco con 135° de inclinación. La tierra del suelo estaba medio acolchada por una capa de césped que no crecía muy alto, había partes más rocosas de las que me apoyaba e impedían que resbalara por la pendiente. Era casi imposible enfocar y precisar los detalles del paisaje debido a la intensa oscuridad de la noche. El viento soplaba perfumado de salitre, aparentemente reposaba en la cadena montañosa de una isla cuyo forraje se veía casi tan negro como el cielo. A los pocos segundos de cobrar el juicio reconocí un cuerpo azabache entre el cielo y la tierra, llano y amplísimo: el mar.
No había nada que me entorpeciera —más allá de la oscuridad— avistar y sentir frente a mí el vacío inminente; a mis once se alzaba la silueta de una montaña lejana, y a mis tres escuchaba la orilla del ente acuático. Al despertar también sentí una luz muy cerca, a mi derecha. Una flor con pétalos grandes y gruesos irradiaba un fulgor naranja como el fuego. La curiosidad se apoderó de mi voluntad y extendí la mano en su dirección. Aquel resplandor me cautivó de tal modo que la toqué ignorando cualquier riesgo, pero, al instante, como si hubiera profanado un objeto prohibido, una hermosura sagrada, la montaña lejana repentinamente cobró vida. Era un volcán en erupción.
La lava y la flor compartían el mismo color y la misma luminiscencia, el naranja intenso en el exterior y el amarillo cegador que relucía desde adentro. El fluido chispeaba y alcanzaba un amplio rango de altura y extensión, por lo que en la explosión los piroclastos no tardaron en llegar cerca de mi perímetro. El magma borbotaba, y en su descenso cubría cada vez más el cono del volcán. En ese lapso de tiempo que tardó mi letargo convertirse en alarma observé cómo la erupción alcanzaba una magnitud tan aterradora que, entre humo en ascenso y rocas ardiendo, vi la lava cobrar formas espantosas de caras iracundas y feroces.
Me moví del barranco en tanto el volcán se convertía en un monstruo y su vitalidad naranja ebullía desesperadamente con intención de alcanzarme. El miedo disipó todo vértigo y me dejé caer por la pendiente; mientras me deslizaba intenté inclinarme hacia la derecha, donde estaba más cerca la costa para escapar de la erupción. El barranco no era tan alto como parecía, salté hacia el suelo y la hierba espesa amortiguó cualquier posible fractura. Corrí hacia la playa con grandes zancadas, la inclinación natural del suelo favoreció mi velocidad y logré llegar en pocos minutos a la arena. Los escupitajos de lava casi alcanzaron a quemarme, pero mis pies tocaron la orilla primero.
Nadé cuanto pude sin ver atrás, la marea me ayudó a introducirme mar adentro. Y, a medida que nadaba y la adrenalina iba cediendo un poco, me preguntaba qué haría en esa nueva situación. No paré de nadar adondequiera que fuese, pues el miedo por la erupción persistía, pero debía cuidarme de los peligros del abismo marino. El oleaje comprimía mi tórax, y cada bocanada desesperada de aire que tomaba era un trago salado, aunque no torcí mi determinación.
Cuando la montaña a mi espalda ya era un pequeño punto en la distancia, un buque de carga apareció en mi vista. Venía desde el oeste, a mis diez, y se dirigía hacia el este. Calculé que si seguía un ritmo constante alcanzaría a gritar lo suficientemente cerca como para que me escuchen. Aún estaba muy lejos, así que nadé hacia las once para acercarme a su encuentro.
Cuando oyeron mis llamados, una luz se encendió buscando mi posición, a lo que comencé a hacer gestos con los brazos. Lanzaron un salvavidas con una cuerda atada, me sostuve de él y me halaron. Subir al bote y ver caras humanas me devolvió la tranquilidad, tal fue el alivio que me desmayé. Si algo recuerdo antes de desfallecer es que vi una cara conocida en ese buque: Luis, un compañero con el que estudié años atrás, ahora se dedicaba a la marina mercante.
Hasta ese momento creí no tener ningún recuerdo ni de mí ni de mi pasado, o más bien, no tuve momento para pensar en ello, así que ver un rostro familiar me reconfortó el poco tiempo que pudo durar. En un parpadeo, mi cuerpo reaccionó instintivamente y saltó al agua. No había cobrado completamente la conciencia, pero la urgencia me llevó nuevamente al mar, y seguido de mí saltó Luis. Me abrumó el desconcierto, ¿por qué me exponía de nuevo al cuerpo marino? ¿Y de qué huíamos Luis y yo? Él me exhortó a seguir. Quizá estaba en shock, porque no podía creer nada de lo que me estaba ocurriendo, pero la desesperación de ambos nos obligó a nadar largo rato, lejos del barco.
No podía gesticular ninguna palabra, probablemente Luis intentó hablarme, pero yo no escuchaba nada. Llegamos a una locación que aparentemente él conocía bien. Bajó la velocidad de los braceos, y ya no se veía ningún rastro de vida a nuestro alrededor. Él nadaba frente a mí, a un metro y medio, entonces se dio vuelta para verme a la cara y se sumergió bajo el agua. La pausa me hizo entrar en razón, estaba a nada de colapsar por el cansancio y tenía quién sabe cuánto tiempo respirando entrecortado a punto de ahogarme. Luis salió del agua y me hizo un gesto con la cabeza para invitarme a hacer lo mismo. Me extrañó sobremanera, pero me sumergí también.
Una luz azul celeste brillaba como si al otro lado estuviera la superficie y la luz del sol reflectara sobre ella. Parecía un arrecife. A pesar de que veía borroso, el azul claro y las aguas móviles me atrajeron, y también a Luis. No había inhalado bastante aire, así que subí para respirar, tomé suficiente oxígeno y me sumergí otra vez. Fuera del agua no se veía más que oscuridad, mientras que abajo era como si el sol brillase, y daba la impresión de que el fondo oceánico no era tan profundo. Nadé cada vez más hondo y me maravillaba con la belleza cristalina de ese arrecife. No parecía real, era mágico.
La razón me hizo pensar que si me seguía zambullendo me ahogaría. Ese esplendor me aprisionaba, pero si no moría por ahogo sería por edema pulmonar. Ascendí de nuevo, y, aunque casi fui presa nuevamente de la belleza, decidí seguir nadando y alejarme de ahí, porque ya estaba suficientemente cerca de la muerte como para ir directo hacia ella. Luis no apareció más.
Rato después sentí por primera vez una desesperante sensación de soledad, no solo porque ya no estaba Luis, sino porque en cualquier dirección, incluso arriba o abajo, solo veía kilómetros de una apabullante nada. No había de dónde apoyarme, donde reposar, y el descanso implicaba la muerte, bien por hipotermia, por ahogo, o por cualquier bestia desconocida. Entonces nadé kilómetros, día y noche. Lo único que me salvó de la deshidratación fueron unos pocos peces que pude capturar, a los cuales les arranqué la cabeza y bebí el fluido que circulaba en ellos, tanto sangre como líquido cefalorraquídeo, o lo que sea que no fuera agua salada. También comí de su carne cruda y escamosa.
Conforme pasaba el tiempo, la sensación de muerte inminente era más acentuada. Pensé en lo que me había sucedido y lo disparatada de mi situación desde que desperté en la isla. De algo me di cuenta gracias a Luis, no había perdido todos mis recuerdos, al menos no los más importantes: recuerdo los primeros años de mi vida, mis seres queridos, y poco acerca de quién soy, pero no cómo llegué a esta situación. Pasaron días de sol abrasador y noches heladas, hasta que advertí la tierra firme.
Llegar a tierra se sintió como un milagro, como ser recibido en casa luego de recorrer el infierno, y lo primero que pensé fue en mi familia. Aunque tardé unos días en recuperarme, pues estaba débil, mal de salud y muy lejos de casa, una noche por fin llegué a mi residencia.
Me sobrevino una nostalgia insondable, pero contuve las lágrimas. Caminé hacia el parque del edificio, me senté sobre el columpio azul que siempre ha sido mi favorito, y vi algunos apartamentos con las luces encendidas. Debían ser aproximadamente las 23:00. Frente al parque está la planta baja de la torre B; justo a la derecha comienza el estacionamiento, donde hay una camioneta bajo un techo de zinc, y al lado se extiende otra porción del parque frente a la torre A. Detrás de los edificios está el resto del estacionamiento.
De pronto vi unas personas moviéndose, pero no distinguí más que ropas oscuras y la cabellera rubia de una vecina saliendo de la torre A, cuya entrada impide ver el auto estacionado. Entonces me di cuenta de que, detrás de la camioneta, un sujeto agachado me apuntaba con un fusil. Salté y rodé sobre el césped para ocultarme detrás del árbol en el centro del parque. No supe con certeza si fue mi imaginación o si una bala realmente rozó mi piel.
En la falda del árbol había plantas de aproximadamente un metro de alto, a través de las cuales intenté ver qué sucedía al otro lado, pero identificaron mi posición y siguieron disparando. Corrí hacia el otro lado del parque fuera de su rango de visión, aunque me acorralarían si salían del escondite y me atacaban de frente, así que decidí arriesgarme y me precipité frente a la camioneta estacionada. Me dispararon, pero avancé de todas formas. Apoyé un pie sobre el automóvil y logré subirme a la lámina de zinc de un salto. Esquivé gran cantidad de las balas, el techo también las amortiguó un poco, y había un punto estratégico donde pude refugiarme de su trayectoria. Solo la adrenalina me distrajo del dolor.
Sin embargo, una ráfaga de impotencia se apoderó de mí, la ira, la tristeza y la angustia salieron a flor de piel.
—¡¿Por qué me hacen esto?! —exclamé con furia.
Quería decirles quién era, que me conocían, pero me demostraron que ya lo sabían. Una voz familiar ordenó cesar el fuego, y dijo:
—Sal de ahí, vamos a hablar.
Asomé las manos, luego la cara. Era la vecina de cabellera rubia que vi anteriormente: Brenda. Estaba vestida de negro con un chaleco antibalas, y había otros cinco o seis hombres vestidos con trajes de fuerzas especiales apuntándome.
—Haz esto por tu hermano, si quieres que esté bien —dijo. Sabía que tocó mi fibra sensible.
No entendía nada, quería gritar y huir, pero salté del techo y me entregué. Me agarraron dos hombres y me pusieron de rodillas frente a Brenda. No escuché qué me decía, pero por el tono que recuerdo quizá eran insultos o amenazas. Ya no importaba nada. Un sujeto me apuntaba directamente a la sien con el fusil; todos, menos ella, tenían el traje completo y estaban repletos de armas. «¿Por qué me pasa esto?» me preguntaba mentalmente.
A mi espalda se abrió la puerta de cristal del edificio. Giré la cabeza, era mi padre, y atrás de él vi la cara perpleja de mi hermano menor. Supliqué que me dejaran verlo y me paré antes de que me dieran una respuesta. Probablemente no me dispararon porque sabían que ya no me importaba si vivía o moría.
—¡¿Por qué?! —intenté condensar con esta pregunta todas las dudas que tenía para mi padre.
Me respondió que así es como debían ser las cosas. No me dejó acercarme a mi hermano, al que inmediatamente le ordenó que se fuera, y él obedeció, pues hasta un niño podía percibir el peligro de esa situación. Al menos mi padre tuvo el valor de verme a los ojos, de mi madre no supe absolutamente nada.
—Más te vale que lo cuides, y no como hicieron conmigo… Más te vale, porque te costará caro —lo amenacé entre dientes.
—Lo sé.
A pesar de mi ira pude notar la severidad, el arrepentimiento y el dolor en su mirada. Me arrastraron de vuelta al mismo lugar, y ahí escuché otra voz conocida que habló a través del Walkie-Talkie de Brenda. La mujer se alejó para responder por el radio. Me di cuenta de que ella solo seguía instrucciones, pues quien lideraba la operación era mi madre. También oí cuando dio la orden de ejecutarme.
Desde ahí todo ocurrió muy rápido. El sujeto que estaba más cercano a mí —y más lejos de los demás— seguía apuntándome a la cabeza, justo con el dedo en el gatillo. Un segundo antes me hubiera matado si no me movía. Aparté el cañón violentamente y el disparo dio en el suelo. Luego me escudé con el cuerpo del sujeto, al que le dispararon sin dudarlo. Entonces desenfundé la pistola de su porta armas y le disparé a Brenda antes que a nadie; después le di a los uniformados, primero al cuello y después a la cara, o eso intenté. No logré matarlos a todos al instante, pero los que más tardaron en morir se ahogaron con su sangre.
Rápidamente tomé el fusil que estaba más cerca de mí, y maté a un par de ellos que aún podían apuntarme. Sabía que en las zonas aledañas debía haber alguien reportando lo que sucedía, y al acecho por si escapaba, así que busqué con la mirada hasta divisar el casco del uniformado a varios metros de mí. Estaba detrás del muro de piedra que divide el estacionamiento de un largo barranco, y me precipité hacia él. Noté que reportaba la situación, supuse que a mi madre, antes de agarrar su arma. Y le disparé.
Les quité las máscaras. Uno de ellos era otro vecino. Busqué debajo de su uniforme, en sus bolsillos, y tomé su cartera y las llaves de su carro. Arranqué para salir del edificio cuanto antes, pero justo en la entrada otro carro venía subiendo por la rampa. Me saludó desde lejos, y le devolví el saludo con una mano, tapando mi rostro. No le mantuve la mirada para ver si me identificaba. Después bajé por la rampa y manejé hasta donde pude, evitando la ruta por donde llegaría la policía.
Ya había trazado un plan antes de montarme en el vehículo: dejaría el carro estacionado en algún lado lejos de donde vivo, donde no alzara sospechas sobre mi rumbo, y me alejaría de ahí, de mi casa, de mi hogar, y no volvería nunca más.


Que buena historia! Aunque lo que vine a destacar o aplaudir es que tu arte narrativo no sólo te transmite las imágenes, sino que estas van cobrando vida, mutando, sometidas a la vertiginosidad de los sucesos.
Además, el lector se debe involucrar, pero no desde la incertidumbre, sino estimulado en su creatividad.
Invito a leer y comparto. Saludos.